En tercero de primaria, mi mamá me vistió de Drácula para el concurso del grado. El disfraz constaba de una capa negra con fondo rojo brillante que cubría mis hombros, y creaba un corbatín en el cuello, camisa blanca, pantalones largos, y unos colmillos de plástico. Para mejorar el efecto, pintó mi cara de blanco, de negro el contorno de mis ojos, y una simulación de sangre escurriendo del quicio de mis labios. Al verme espejo sentía que volaba de la emoción. Como último detalle, aplané mi pelo con una cantidad industrial de gel. Inadvertidamente fui un Bela Lugosi con raíces olmecas.
Había tres categorías en el concurso: disfraz más terrorífico, más original, y mejor hecho. Desde que llegué supe que sin duda, tendría que ganar ese último. La labor esclavizante de ser madre rendiría fruto en forma de trofeo de plástico bañado en oro. No pude contener mi entusiasmo. Tanto que pequé de soberbio, y le aseguré a la maestra que yo ganaría aquél premio. Ésto fue confirmado cuando en el tercero A, el galardón le fue otorgado a Víctor, que con su disfraz de Porfirio Díaz (acompañado por pelo teñido de gris, bigote cuasi real, y un saco con todos los adornos pertinentes), sorprendió a varios adultos por su exactitud histórica.
Edgar, compañero poco amigo, también fue de Drácula. Pero su maquillaje blanco estaba esparcido en parches y de su boca no goteaba sangre. No se había peinado y su disfraz era sólo un saco encima de pedazo de plástico que la hacía de camisa blanca con una corbata impresa sobre de él. Al verlo, me compadecí. La competencia con la que se enfrentaba, el esfuerzo de mi madre, iba a destruir sus esperanzas. Mis ansias henchían mi pecho. Mi labio superior imberbe estaba cubierto por sudor, desequilibrando el maquillaje.
Había un jurado compuesto por la directora, la subdirectora y el maestro de educación física. En medio del patio pusieron una tarima, en el que el ganador pasaba a recibir el premio frente a todos los alumnos y maestros. Confirieron los primeros dos premios. Yo ya estaba parado, esperando escuchar mi nombre. A los ocho años, no estaba acostumbrado a ganar. — El premio al disfraz mejor hecho, en el tercero B — anunció Albina, la segunda en mando, — va para Edgar. — Aplausos.
A los ochos años, no estaba acostumbrado a perder. Era inaudito que el esfuerzo de mi madre, vertido en mí, se esfumara por un jurado realmente miope. El maldito, subió al escenario para recibir la pequeña presea que debió tener mi cara. Afrenta mayor fue cuando, ya habiendo bajado, dejó el trofeo a un lado para seguir jugando con sus amiguitos. Moría de la vergüenza al pensar en llegar a la casa con las manos vacías, defraudando con mi existencia a la madre que se pinchó los dedos cosiendo. Que contaminó su lápiz labial favorito con mi piel. No me sentía digno de vivir.
Mi mamá apapachó mis ego retorcido, prometiéndome que no había ofensa que perdonar. Aún recuerdo las lágrimas blancas que escurrieron aquella tarde.
Al siguiente año tuve que hacer un trabajo en pareja con Edgar. Fui a su casa, que era tan maltrecha como su disfraz. Y vi a su mamá sola. Eran tres hijos. Durante esa tarde, en la que jugamos a saltar la barda de sus vecinos e hicimos tarea, le comenté que me gustaban las plumas con tinta de gel, de esas que pintan muy negro sobre el papel; de esas que hay que soplarle para que se seque y no manche la hoja. Al día siguiente, a media clase, me regaló una.
Me he disfrazado innumerable veces desde entonces, casi como manía, de niño y de adulto, en Halloween y con cualquier otra excusa. Y todas han sido para sentir que no soy ese niño, el que está esperando ganar el concurso.