La práctica del periodismo está llena de cínicos. Irónico: en la carrera éramos unos románticos. Todos esperábamos cambiar al mundo a través de nuestras palabras. El Pulitzer venía de la mano pero sin añorarlo: éramos altruistas y grandilocuentes. Sólo hacía falta que alguien nos hiciera caso y para ello buscábamos a la vieja guardia. Esos periodistas que aún no creían que twitter fuera a ser twitter y que las redes sociales sólo servían para ligar. Periodistas panzones, aficionados al chayote1, dependientes de los manuales editoriales y como dije, cínicos, porque eran poseedores de una de las grandes verdades del medio: no servimos para nada. Las amenazas que nos arrojaban los maestros con respecto a la pobreza económica nos parecía risible. Existen cosas más importantes que el dinero: existe la inmortalidad y también la inconsciencia de los estudiantes de una universidad privada.
Y cómo no íbamos a cambiar el mundo, si cada semana nos juntábamos en el departamento de alguien, con botellas de whisky, posters de Bukowski y Kapuscinski, cacahuates, alguna mascota con nombre irónico como Coelho, bebíamos y definíamos hasta el punto más ínfimo, cada uno de los problemas que achacan a la ciudad, al país y al mundo. De tal forma que nos sentíamos perseguidos por la GESTAPO, Macarthy o la Policia Federal. Éramos unos renegados. Éramos revolucionarios de las letras. Enemigos de las mafias del poder y de la pasividad democrática de nuestros contemporáneos. Si tan sólo El Reforma, El Universal o Milenio nos diera una columna, podríamos exponer nuestras soluciones —que en sí, eran las únicas.
En los inicios de la carrera estos problemas nos eran lejanos. Situaciones que sólo nosotros —por nuestra visión sagaz y futurista,— podíamos ver. Pero los problemas nos alcanzaron como cachetada de novia borracha y celosa: en chinga y sin preverlo. La inseguridad en Monterrey se desató de forma desmedida en el 2010. Rompió la burbuja de seguridad en la que vivíamos. Ya no estábamos lejos de lo que teníamos que solucionar con nuestra prosa y gramática refinada, ahora vivíamos al rededor de ello: entre balazos, granadas, secuestros, narcomantas, colgados, bloqueos y colgados quemados. Algunos compañeros de carrera, al verse inmersos en tanto caos, decidieron exiliarse en el paraíso de la seguridad social y pública: la ahora CDMX. Los pocos que quedamos aquí los llamamos cobardes incapaces de afrontar la mierda que es México y Monterrey, por gente como ellos las cosas están así: porque cuando las cosas se ponen duras, la gente se pone blanda. Nosotros no. Yo, no. Así que con ímpetu de Ché Guevara en la selva boliviana afronté mi primer trabajo en un medio profesional. Milenio Diario de Monterrey me aceptó por lástima. O porque fui un rechazado de los exámenes psicométricos de El Norte: demasiada opinión, arrojaron aquellos análisis. ¡Malditos derechistas! de lo que se perdieron.
Nunca pensé que iba a ser recibido en el periódico con los brazos abiertos, con fanfarrias de Unión Soviética, ni con una columna con mi firma sin editorialización. Pero tampoco pensé que mi primer trabajo iba a ser un reportaje acerca de las bondades del aceite de canola. Sobretodo cuando todos los días iba en camino a las oficinas del periódico con el temor de toparme una balacera o un retén ilegal. Mi miedo no recaía en morirme ahí, sino que me mataran sin haber intentado tomar una foto infraganti con mi celular. Mi fobia era perecer una víctima colateral: chamaco curioso muere por chismoso junto a unos cuantos más en balacera en quién sabe dónde. Lo reconocí como camino a recorrer y acepté mis primeros trabajos junto con el del aceite: el cáncer de próstata como asesino silencioso, maestros de nahuatl que intentan hacer perdurar la lengua, el origen de Multimedios Televisión y los quince años de Ana Garza de la Garza la Güera Cantú Elizondo junto con su padre el dueño del corporativo Garza de la Garza y su madre Garza de Cantú y su padrino La Güera Elizondo bailando al ritmo de música avalada por el párroco de la iglesia correspondiente.
Asumí esos trabajos con la mayor devoción a la causa posible, ignorando el cheque escuálido que hacía que le quedara a deber a Hacienda después del recorte de impuestos. El dinero no importaba, lo trascendente era cambiar el mundo y estaba seguro que Cartier Bresson alguna vez fotografió la boda de alguien más adinerado que él. Pero cuándo recibí la copia editada de mi primer artículo sobre el aceite de conola —que originalmente era una investigación detallada de cinco cuartillas, después de entrevistar a diversos chefs, nutriologos y mercadólogos enfocados en la alimentación, en el que logré hacer un equilibrio entre las cualidades y factores negativos de dicho alimento—, se me rompió el corazón y el ímpetu: no eran más que tres párrafos reducidos y reconstruídos de todo mi trabajo. Y en ese tenor siguieron los demás. Los panzones tenían razón: no servimos para nada.
Traté de ignorarlo, pero los siguientes reportajes, acerca de la propuesta de matrimonio de ya-no-recuerdo-quién y la boda de alguien-más, tuve que empinarme media botella de whisky para terminarlos. La cruda: odiarme a mi mismo. Estaba en una ciudad cayéndose a pedazos y yo escribía sobre la felicidad de pocas personas. De cómo mejorar la vida de gente que en verdad no necesitaban mejorarlas. Mis letras finas y editorializadas servían de papel de baño: porque si nadie lee las noticas de verdad, menos las de juguete. Las mentiras que hacían ignorar a la gente de su realidad. ¿De qué sirve el aceite de canola, si a tu hijo la cuelgan en un puente? Nomás pa’ que se tueste mejor.
Una sala de medios es un fetiche para cualquier aficionado del consumo de noticias: un cuarto con veinte computadoras y 50 televisiones, cada una puesta a un canal de noticias. Al Jazeera, CNN, Bloomberg, Televisa, Univisión, Multimedios, TV Azteca y BBC. Es como sentirse en un cuarto oscuro con tantas tetas y penes que agarrar que a veces deja de sentirse como una orgía y se vuelve un cuento del Marqués de Sade. Un día, después de entregar mi más reciente nota acerca de los mejores vestidos de novia de la temporada, todas las televisoras mexicanas apuntaron a la misma noticia: Edelmiro Cavazos, alcalde de Montemorelos, Nuevo León, pudo haber sido encontrado muerto después de varios días de secuestro. Éramos al rededor de ocho colegas que estábamos viendo con un aíre de vacuidad aquella noticia que apenas rompía. Las pantallas repitieron el mismo video de su secuestro: unas patrullas de la policía local con las luces rojas y azules a todo, llegaban a su residencia, lo sacaban a la fuerza y se iban. Esas imágenes eran viejas y nuestra emoción era natural.
Ninguno de nosotros profesaba en pro de la política de aquél, pero después de haber sufrido muertes de estudiantes, conocidos, familiares y de amigos, nos era una afrenta más. Mientras veía el ciclo del video, no pude evitar pasar por las etapas del duelo: tristeza, negación y negociación. Pero me quedé atorado en una: el enojo. Era una especie de hipnosis. Los ocho veíamos cíclicamente lo mismo esperando un resultado diferente. Tal vez la noticia está equivocada, tal vez es otro cadáver, tal vez es puro amarillísimo.
Nuestros Blackberrys sonaron al mismo tiempo, como un concierto del mal agüero. Los revisamos esperando no recibir la misma noticia: se confirma la muerte de Edelmiro Cavázos. Nos quedamos sin habla hasta que alguien rompió el silencio: ¡Qué triste! dijo nuestro editor. Pero hay que seguir trabajando. Me asignó, sin mayor reparo, el reportaje del bautizo de algún chamaco que iba a tener que crecer entre de tanta violencia. A los demás también: cosas burdas que me fueron groseras y grotescas.
No había más para mí. Estaba al borde del precipicio. Si saltaba iba a ser un cínico más. Un periodista panzón, chayotero y sin pasión. El periodismo está muerto y nosotros lo matamos. Mis pies acariciaban el quicio del aquél abismo simbólico y mis manos apretujaban mi credencial de empleado del diario, mientras mi fotografía se arrugaba tanto como mi espíritu revolucionario. Traté de rescatar tantos años de lucha ideológica quejándome: ¡no puede ser! —renegué— no podemos seguir escribiendo de tanta pendejada, de tantas cosas inocuas, cuando hay mucho de que hablar: están matando gente, personas, humanos allá afuera y nosotros cubrimos fantasías. Creo que esperaba una ronda de aplausos de mis demás colegas pero el silencio enrojeció mi cara. Era el único pendejo. No puedo arriesgarlos, contestó el editor. Éste es nuestro negocio, remató.
Quisiera mentir y contar que me paré y tiré mi silla mientras le arrojaba mi gafete a su cara. Pero me quedé callado con mi estrujado en mi pecho. Acepté ese trabajo pedorro y salí del cuarto de medios. Supe que si escribía eso, me iba a crecer la panza, iba a comer chayote, y sobre todo, iba a perder las ganas de seguir viviendo. Quisiera decir que a pesar de que aquél día renuncié, todo mejoró, pero no fue así: aún me faltaba vivir más muertes. Desearía, también, decir muchas cosas más de aquél día. Pero en verdad, en el gran esquema de la vida, no significó nada: sólo un chamaco sensible que creyó que era capaz de hacer algo por el mundo, tuvo que renunciar a su trabajo mal pagado y dedicarse a algo más. En ese momento caí en cuenta: aunque estaba seguro que hay nihilistas que pueden ver tantas desgracias y reportarlas o ignorarlas, yo no era uno de ellos.
- A los periodistas que aceptan dinero para callar o no criticar al gobierno, se les llama chayoteros ⇗
El periodismo está muerto y nosotros lo matamos. Mis pies acariciaban el quicio del aquél abismo simbólico y mis manos apretujaban mi credencial de empleado del diario, mientras mi fotografía se arrugaba tanto como mi espíritu revolucionario.
qué bonita línea <3
¡Gracias!