He estado en una mala racha. Algunos más miserables podrán argumentar que he estado en una mala vida. Pero me propuse ser más positivo o, al menos, ser menos negativo. Mi mala racha llegó a su cúspide hace un mes cuando enfermé de gripa, y aún sigo con ella. Esto significa que es la segunda relación más duradera que he tenido. Todas se me juntan.
Decidido a superar esta racha ignominiosa, en contra de mi usual ética paranoide , y tomando como estandarte esta afronta bronquial, decidí ir al doctor. Pero no, pinche Rodrigo, no podía ir con cualquier doctor. No. Me dije a mi mismo: mi mismo, ¿por qué pagar por alguien educado y formal, si puedes conseguir lo mismo, pero gratis?. Así que me encaminé a las consultas médicas gratuitas de las Farmacias del Ahorro. Dije yo, a darme un baño de pueblo.
Mi paranoia médica nace de la idea en que sé que me voy a morir, pero no quiero saber cuándo, ni cómo. Cada vez que voy al doctor presiento que en vez de gripa, tendré SIDA. ¿Cómo explicárselo a mi madre? Tengo SIDA. Sí, ya sé, yo también estoy sorprendido. Pues sí, mamá, de ese SIDA que mata. Pero si soy virgen. La inmaculada adquisición, supongo. Todas esas ideas fluyen libremente cada vez que cruzo el umbral de cualquier consultorio. Esta vez no pude pensar en nada de eso.
No sé si creí que yo sería el único con gripa, o el único al que se le ocurriría la brillante idea de ir a un doctor gratis. Pero la sala de espera, del tamaño de una caja de zapatos de basquetbolista, estaba llena de señoras enfermas de gripa. Señoras cuya ropa vale más que el PIB de varios países caribeños. Señoras que no me molestaría que me llevaran a pasear a dichos países caribeños. Señoras tan guapas que hasta mis mocos sentían vergüenza de ver sus mocos. Señoras que por primos lejanos y matrimonios arreglados se conocen entre sí. Y señoras que al parecer son tan inteligentes o tacañas como yo.
Mi cerebro no pudo irse a pasear por los umbrales del SIDA y demás enfermedades de imnunodeficiencia incurables (nunca es lupus) porque me perdí en su plática. Bodas, despedidas, maratones y medios maratones. Por lo que logré entender, mientras más de estos tengas en tu mochila, más vales en el escalafón social. Me di cuenta que soy un paria. Con valor cercano al cero, pero desde abajo, negativo.
Al principio me pareció ligeramente risible. Qué vacías son sus vidas, me decía seguido de una leve carcajada mental. Esto se lo tengo que contar a mis amigos. Después me noté irascible. Por dios santo y redentor, ¿no pueden hablar de otra cosa?. Esto se lo tengo que contar al mundo. Poco después, algo me pegó como cachetada de novia celosa y borracha: la vida vacía aquí es la mía. Las señoras iban pasando a consultar una por una, con una parsimonia merecedora de un suicidio. Al despedirse de sus allegadas, hacían planes. A ver cuándo nos echamos el coffee, porque en español suena mal. Nos vemos en la despedida de noséquién, porque al parecer el matrimonio es un viaje del que nunca regresas. Todas, dentro de su súpersuperficialidad, encontraban una razón de ser y estar en donde estaban. Yo por mi parte, rodeado de ellas, rodeado del mundo, me encontraba perdido. Vacío. Esto no se lo puedo contar a nadie, me dije.
Pareciera que ese consultorio me llevó al mismo vórtex existencialista al que la Segunda Guerra Mundial llevó a Camus y a Sartre. Estaba listo para levantarme e irme. La gripa ya no parecía un sufrimiento, sino un premio. Morirme de gripa iba a ser mi mayor logro. Algo que no pasa desde nunca. Imaginé el orgullo que le causaría a mi familia. Los medios de comunicación se avalancharían sobre ellos. ¿Qué se siente haber parido al primer hombre que murió de gripa? Estarían rebosantes y con pechos inflados. Serían famosos. Las farmacéuticas entrarían en crisis. ¿La gripa mata? Algún escritor oportunista haría mi biografía no autorizada en la que justificaría mi muerte por mi estilo de vida. Las farmacéuticas sabrían como redituar. ¡La gripa mata, tómate esto! Pensé en mi epitafio: “Nunca he sido el mismo desde que nací”. Qué lástima, tan creativo el chamaco y murió de gripa. Fui interrumpido súbitamente por la voz de una señora. Chavo, ya te toca. Balbuceé unas gracias con más pena que gloria y entré al consultorio.
Para mi pesar, resultó que la doctora era hermana mayor de Matusalén, y la lentitud con la que le permitía moverse su joroba me hacía no querer seguir viviendo. Al parecer se dio cuenta de esto y quiso matarme de aburrimiento con su plática. O por lo menos pretendía que llegara a la edad de su hermano menor ahí dentro. Por más atractiva que pareciera la idea de platicar sobre la veracidad de la biblia con alguien que la vivió de primera mano, decidí hacer la consulta lo más expedita posible, respondiendo todo a base de monosílabos.
Me recetó unas pastillas que me curarían rápido, pero me informó que ya se habían acabado. Mi cara pasó por todos los sentimientos humanos posibles en un segundo. Mientras ella bajaba sus anteojos de 400 metros de grosor, me dijo con cierto dejo de coquetería: pero te puedo recetar estas genéricas, nomás que tardarás más en curarte. ¡Prefiero morirme, señora! grité para mis adentros. Gracias, qué amable, le respondí con todo el odio pasivo de mi interior. Tomé la receta escrita con jeroglíficos y salí antes de que esa mujer se erosionara. Compré las susodichas y subí a mi carro, mientras mi moral se arrastraba tres metros atrás. Manejé hasta mi casa deseando que esas últimas horas hubieran sido un sueño.
Antes de dormir, me dispuse a ingerir los medicamentos que me correspondían: dos antibióticos para la gripa, dos concentrados de ciruela para hacer popó, un antidepresivo para no tirarme de la cama cada mañana ni quedarme en ella todo el día, y una última para poder dormir. ¿En qué momento mi vida pasó de ser para vivirla a sólo poder sobrevivirla? Me preguntaba, sin atreverme a ingerir las pastillas. Nunca pensé que llegaría a envidiar a un grupo de señoras adineradas y sus vidas trazadas por sus maridos y padres, repetitivas y superfluas. Mis manos temblaban. Siempre supe que, a la larga, mi vida de excesos y de bohemia emocional me alcanzaría. Pero nunca imaginé qué seguiría después de eso. Recoger los pedazos que quedan y tratar de encontrar un significado a todo lo que tengo. Algunos tienen a dios o a sus hijos, algunos otros tienen autoestima y muchos más, suponía mientras me metía las pastillas a la boca, tendrán la capacidad de nunca preguntarse nada de esto.
Caí en cuenta que desde que tengo memoria me he sentido así, aunque en ciertos momentos he logrado llenar ese vacío a través de terceros: alcohol, fiesta, mujeres, novia, gripas y figuras paternas autoimpuestas. Pero esta es la primera vez que lo reconozco como tal. Estoy vacío y no puedo seguir así. Los últimos 28 años sirvieron para darme cuenta. Esto tengo que contarlo, aunque sea al aíre. Y es que no he sido el mismo desde que nací.