Hace cuatro años pasé más de nueve horas haciendo un trámite burocrático en Veracruz. Aún no entiendo cómo después de pasar un martirio como ese, existen personas que son capaces de regresar a sus casas y publicar frases positivas en Facebook. Supongo que contarán con un mecanismo de autodefensa superior al mío. Durante esas horas, mi cerebro se fue a pasear y mi cuerpo permaneció inerte en fila. Avanzando un paso cada dos años.
Debo explicarles que tengo una relación bastante cordial, pero distante,con mi cerebro. Mientras él responda a mis exigencias – escribir cuentos, saber que la capital de Djibouti es Djibouti, y algunos datos variados de fútbol – , yo dejo que haga lo que quiera. La bronca es que a veces se aventura a zonas bastante incómodas. Una vez, mientras hacía fila en el súper, se fue de paseo varios días y regresó convencido del nihilismo. Compadre, me decía, en vez de estar preocupándote por creer en algo, mejor no creamos en nada. Tuve que explicarle que su interpretación de Nietzsche era equivocada.
Durante las primeras horas del trámite, podía ver la cara de esperanza en todos los que me acompañaban. Pretendían, según ellos, poder salir de ahí rápido, para seguir con sus vidas. Yo, siendo un poco más realista, sabía lo que nos esperaba. Iba preparado. Traía conmigo El Proceso de Kafka porque siempre he sido adepto a la ironía. Había pasado pocas páginas cuando se dieron los primeros actos de canibalismo. Para evitar ser víctima, anuncié a tiempo mi problema de estreñimiento, a sabiendas que ningún caníbal improvisado querría comerse a alguien lleno de caca.
Para cuando terminé de leer El Proceso, ya varías señoras de la tercera edad habían muerto. Contemplé la posibilidad de comerme el libro para matar el aburrimiento, pero el miedo de convertirme en cucaracha me sobrepasó. Era claro que mi cerebro aún seguía de paseo. Opté, mejor, por observar a los pocos sobrevivientes de la fila y a uno que otro burócrata malencarado.
Vi a la típica señora vestida con ropa deportiva que estaba más preocupada por llegar a su cita en el salón de belleza que recoger a sus hijos de la escuela. Junto a la señora, estaba el señor libidinoso, que a pesar de varias negativas, se esforzaba por platicar con ella. También un chavo de mi edad, que mientras ignoraba a la burócrata regordeta y coqueta que le hacía ojitos, encontraba refugio en su celular, volteando al reloj de pared para ver la hora cada medio segundo. Al parecer, el chico sentía que la juventud se le escapaba mientras hacía fila. Y qué decir del tipo bien vestido, que por mandato divino asumía que esa espera era una injusticia. El tipo vociferaba sus opiniones y soluciones con ganas de volverse líder, pero sus ideas terminaban más enterradas en el silencio que el cadáver de Jimmy Hoffa . Por suerte, mi cerebro regresó antes de que yo le regresara las miradas seductoras a la burócrata con 55 kilos de maquillaje encima.
Pinche Rodrigo, dijo mi cerebro, me acabo de dar cuenta de algo. Yo estaba renuente a escucharlo. ¡Rodrigo, hazme caso! Sabía que hacerle caso me podía orillar a explotar una bomba en esa oficina de gobierno. Cabrón, ¿a que no sabes dónde estuve? No y no me importa, le decía. ¡Pregúntame! Estaba decidido a ignorarlo, pero al parecer en mi inconsciencia sí le regresé las miradas sensuales a la burócrata, y ésta parecía bramar por mis huesitos. La única escapatoria era mi cerebro.
¿No has pensado que toda la realidad está creada por nosotros? me dijo. ¿Que todo lo que nos rodea es una creación nuestra y que al saber esto nosotros estamos en control de todo? No, cerebro, no, no. No me chingues que ahora crees en el solipsismo. ¿Tú crees, le respondí tajantemente, que si en verdad toda la existencia y realidad surgiera de nosotros, que fuera una invención de nuestra imaginación, llevaría atorado aquí tantas horas? Tal vez eres masoquista, me dijo. Tal vez tú eres un pendejo, respondí a mi cerebro. Preferiría, en todo caso, ser una invención de aquel idiota, dije señalando a uno de los burócratas malencarados. Un silencio temible nos invadió. ¿Y si sí lo somos? nos preguntamos ambos.
Nunca he sido adepto a creer en teorías metafísicas, pero al pasar el temor inicial, sentí una serenidad enorme. Después de estar ocho horas haciendo un trámite burocrático, creer que yo no existía y que sólo era un invento de alguien más, me llenó de confort . Imaginé cómo el burócrata terminaría su día después de sellar más de tres mil documentos. Llegaría a su casa, se sentaría en su sillón preferido, prendería la televisión y un cigarro de mariguana. Después trazaría todo lo que resta de mi vida. Él decidiría mi futuro. Si alguna vez seré feliz, si encontraré a una mujer, o si tendré dinero. Yo ya no importaba. Todo iba a ser decido por alguien más. Por primera vez iba a encontrar sentido. Mi vida ya estaba trazada. Por un burócrata malencarado que fuma mariguana toda las noches.
La fila avanzó con la parsimonia de un consultorio médico gratuito , pero poco a poco me aproximaba al final. Ya habían pasado nueve horas. Cada vez me acercaba más al burócrata creador y mi emoción se desbordaba. Insultaba para mis adentros a todos los que hablaban con él. No sabían con quién estaban tratando: El Gran Mariguano creador de todo. Mi cerebro estaba orgulloso de nuestro descubrimiento.
Cuando al fin fue mi turno de pasar con él, tenía un sinnúmero de preguntas que hacerle. ¿Por qué me duele la nalga cuando corro? ¿Escribiré una gran novela? ¿Me moriré de cáncer de pulmón? ¿Fue un error de mis padres no hacerme la circuncisión? También pensé en darle ciertas recomendaciones como que me gustan blanquitas y de pelo negro, que no me gustan las camionetas y que quiero vivir en un lugar templado. París, sería ideal. Sí.
Al estar frente a él, lo saludé con una sonrisa cómplice. Él me respondió el saludo seco, y sus ojos gritaban un deseo enorme de suicidarse. Le entregué los documentos que traía. Los revisó, los selló y me los regresó antes de que yo pudiera decirle nada. La fila de gente detrás de mí me empujó a la salida.
Subí a mi carro mientras prendía un cigarro. La brisa del mar hizo que la ceniza me entrara al ojo. Menté madres, más a mi cerebro que a mi ojo. ¿Cómo me convenciste, cabrón, de creer que yo era invención de ese pinche burócrata? El mariguano trabaja en formas misteriosas, respondió. Menté más madres y arranqué mi carro.
Juré nunca más hacer un trámite burocrático. El riesgo de encontrarle un sentido falso y metafísico a mi vida es demasiado grande.