Hago ejercicio casi a diario. No me pregunten por qué. Sé muy bien que no tendré el cuerpo de Brad Pitt en Fight Club. También sé que, gracias a mis genes defectuosos, tengo la gracia de un elefante al practicar cualquier deporte. Y no es que no haya intentado. No, señor, Pinche Rodrigo ha pasado por todas las disciplinas. Fútbol, que como gran pasión mía, lo hago mejor viéndolo desde mi sofá que desde las canchas. En el beisbol recibí más pelotazos en la cara de los que me gustaría aceptar. En la natación parecía manatí encallado. Y la única forma en la que me hubiera roto la nariz en el box, hubiera sido con un tropezón. Aún recuerdo que alguna vez, un entrenador insensible, me preguntó enojado por qué corría así. Yo no sabía que había otra forma de correr.
Entiendo perfectamente que tengo otras habilidades y aptitudes. Como leer y… así. Pero también entiendo, que si quiero salir de esta bohemia emocional, tengo que romper con mis paradigmas estacionarios. Y sí ayuda, ligeramente. Así que, siguiendo a mis allegados culturales – los cuales encuentran placer en maratones, triatlones y cargar cosas pesadas -, me uní a dichas actividades. Aunque para mí sea un martirio. Obviamente, siendo fan de la autodevaluación e ironía, no escogí ajedrez o matatenas o palillos chinos o croquet. Pinche Rodrigo hace entrenamiento militar norteamericano.
Hago ejercicio casi todas las noches, y casi todas las noches comienzo la rutina preocupado por no despeinarme. Pero después de 23 mariposas y 30 sentadillas con salto, mis pelos parecen nopal, mis pulmones están en mi garganta, y mi cerebro pasa por las mismas etapas de martirio, sufrimiento y negación. Qué haces aquí, pendejo. Tú eres inteligente, güey. Tú no tienes que hacer esto, me suplica mi cerebro. Y eso es sólo en el calentamiento. Como buen escritor y mal alumno, siempre intento estar lo más atrás en las clases para no lastimar a alguien con mis torpezas. Para no ahogar a alguien con mis borbotones de sudor, me digo. Pero en verdad es para que nadie vea mis lágrimas. Al terminar, tirado sobre la duela, tosiendo y temblando, me prometo dejar de fumar.
Al salir prendo diez millones de cigarros, y se repite el mismo ciclo, casi a diario.
Hace unas semanas llegué tarde a la clase, y una señorita (la llamaremos hijadeputa) estaba en mi lugar. Pensé en apelar a mi antigüedad, o a mi fuerza bruta para recuperar mi espacio. Pero la clase ya había comenzado, y el coach (porque al parecer entrenador no suena tan nice) me sugirió a la fuerza que tomara el último y peor lugar que quedaba. Ese lugar que usualmente es ocupado por las personas desquiciadas, que disfrutan de sufrir, del dolor y de la miseria física: justo en frente de él. Yo, que he pasado los últimos diez años de mi vida bebiendo lo suficiente para no sufrir, ocupé ese lugar. Comencé los ejercicios de calentamiento, deseando que la hijadeputa sufriera una fractura expuesta. O al menos que se desmayara. Pero tuve poco tiempo para mis fantasías eróticas destructivas.
Pasó lo que más temía: el entrenador me usó como parámetro para toda la clase. Hasta que Pinche Rodrigo no haga 50 lagartijas, nadie para. Apenas llevaba cinco. Mi cerebro trataba de echarme la mano, buscando alguna fórmula matemática que explicara como de cinco se podía llegar a 50 sin pasar por 45. No la había. El entrenador me gritaba a la cara números y palabras inintelegibles para mi. Entendí que no estaba en un entrenamiento militar gringo, sino que estaba en un campo de tortura gringo. Nomás me faltaba una capucha y estar más encuerado para sentirme cerca de mis compinches en Guantánamo. Me arrepentí de todas las injurias que he lanzado al Gran Imperio Americano y de pensar, alguna vez, en convertirme al Islám. Me dieron ganas de aventar bombas a las clínicas de aborto, cogerme a Sarah Palin, y vender PEMEX a Shell o a Exxon. Es más, si John D. Rockefeller estuviese vivo, le mamaba el pito.
Como buen torturador, el coach anunció que ya casi terminaba la clase con una sonrisa malévola, no sin antes hacer 100 burpees con una pierna. Si ustedes son tan ignaros en las costumbres militarísticas norteamericanas como yo, les explico en qué consiste un burpee con una pierna: saltar (con una pierna), caer en posición de plancha (con una pierna), hacer una lagartija (con una pierna) y con el mismo impulso (con una pierna), levantarse y empezar de nuevo. Nunca antes había deseado tanto algo, como ser cojo en esos momentos.
En cualquier otra ocasión, hubiera hecho lo que mejor sé hacer en toda la vida: hacerme pendejo. Pero como era el chivo expiatorio de todos los pendejos que estaba detrás de mí, el entrenador se encargó, como tarea magnánima en su vida, que yo hiciera todas las repeticiones. Para ayudarme, según él, empezó a lanzar frases trilladas a mi oído. Tienes que luchar por tus metas, me gritaba. Mi meta es matarte, pendejo, le gritaba para mis adentros. ¿Quieres un cuerpo como el mío? me gritaba. Nomás si es como cadáver, respondía. ¿Qué te motiva? me gritó. ¿Qué te motiva? me volvió a gritar. ¿Qué te motiva? retumbó tanto en mi cerebro que enmudeció.
Él esperaba que sus preguntas me llenaran de pasión y locura, y le gritara mi respuesta. Mi cerebro estaba en blanco. ¿Qué me motiva? Unos tacos. Una hamburguesa. Un buen libro. Su pinche vieja, que está bien buena. No, no, no y no, son respuestas demasiado hedónicas, pensaba mientras seguía con mis burpees con una pierna. ¿Qué te motiva, Rodrigo? Me repitió, esta vez en un tono solemne y con un dejo de preocupación. Pensé en pararme, sacar una silla, y explicarle todo lo que sé de la literatura existencialista. Tal vez mencionaría El Extranjero y Esperando a Godot. Decirle que esa pregunta carece de sentido al entender la vacuidad de la existencia humana, y que su respuesta está lejos de ser esputada en un gimnasio. Ya llevaba más de 60 burpees con una pierna, o tal vez podrían haber sido 15 ó 3. El tiempo, como mi vida, había perdido sentido. Todas las fantasías y respuestas que se me ocurrían eran un mecanismo de evasión para no decir la verdad:
Podría pasar el resto de mis días como he pasado mis 27 años: letárgico, aburrido, comiendo tacos grasosos y tomando tanta cerveza y tanto ron que mi pancreas me mentaría la madre, haría sus maletas e iría a buscar una mejor vida siendo joto en Uganda. Todo esto mientras leo a Sergio Pitol o a Tolstoi, y envidio la creatividad de Woody Allen. Y que sólo levante la cabeza para criticar a todos los que tienen una mejor vida que yo. Pero sobre todo, sin entender cuál es la diferencia entre mi existencia y la del gusano que se podría estar comiendo mi cadáver, una vez que muera asfixiado por mi grasa y desdén a mí mismo.
Siempre sentí encanto por la vida autodestructiva. Desde que tengo uso de razón artística, me vislumbré como un alcohólico incomprendido del que la gente exclama preocupación: Pinche Rodrigo, tienes mucho talento, ¿por qué lo malgastas? Y yo, botella en mano, respondiendo incoherencias, con el argumento de sentirme perdido y enojado con el mundo. Mientras esperaba a que llegara alguien que me hiciera sentir un significado. Una motivación.
Ahora que estoy más cerca que nunca de convertirme en un alcohólico fracasado, me doy cuenta que no es lo que quiero. Que nadie vendrá a rescatarme. Y que nadie me pondrá una estatua por ser un escritor mediocre, más preocupado por tomar que por escribir. Nada me motiva, y eso está bien. Pero sigo haciendo ejercicio casi a diario.
Gracias, Rodrigo. Utilizaré tu relato para mis alumnos preparatorianos 🙂