No me gusta escribir a mano. Soy partidario al cien de mi adorado procesador de textos. Algunos románticos incautos argumentarán sin razón el vínculo, la simbiosis o yo que sé mamada, para defender la escritura arcaica. Cuando imagino a Marcel Proust escribiendo a mano En Busca del Tiempo Perdido, sólo puedo pensar en la hueva, la jotería y el túnel carpiano.
Tampoco me gustan las máquinas de escribir, aunque he de aceptar que en mis inicios literarios compré una Olivetti en el Office Depot de enfrente. La instalé en una mesita, prendí un cigarro y taca taca taca. Sentía que Hemingway y Bukowski hablaban a través de mis dedos. Eso, hasta que un vecino se quejó del ruido que hacía la máquina, porque obviamente no podía fumar dentro de mi casa (mi mamá no me dejaba). Después del encanto inicial, me di cuenta que era imposible borrar todas las idioteces que escribía, y el riesgo a que quedara evidencia de mi mediocridad y pésima ortografía era demasiado grande.
En mi juventud, allá por las épocas del vello público escaso y chaquetas abundantes, era un romántico empedernido. Recién había levantado mi primera guitarra – y a duras penas lograba tocar un escueto Círculo de Sol – y ya estaba soñando con una combi, con una banda y con tocadas en todo Estados Unidos. Tarea difícil para un chamacón viviendo en Veracruz.
Pero los sueños pubertos son como el herpes: nunca deja de chingar. Seguí dándole a la guitarra hasta que formé una o dos bandas. Kurt Cobain se quedaba pendejo comparado con mi angustia adolescente clase A/B+. Aún así le tenía un altar con veladoras de San Juditas, Santo Patrono de las Causas Perdidas, veinticuatrosiete. Nadie entendía mi relación con Cobain. Claro, hasta que me aburrí o crecí, que viene siendo lo mismo.
La primera y única vez que tuvimos que viajar para un toquín, me sentí realizado; ignorando el hecho que el papá de un amigo nos estaba llevando en su camioneta chocolate noventera, espaciosa y cómoda. Y que mi madre casi no me da permiso, pero después de unos berriches accedió. Hasta nos hizo sanwiches para el camino, el mío sin mayonesa porque guácala. Y así emprendimos el camino hacia Nueva York, también conocido como Acayucan, Veracruz.
El toquín fue en un departamento vacío y los amplificadores eran de 15 watts; lo que quiere decir, para los neófitos en temas musicales, que ni siquiera a todo volumen podíamos despertar al vecino racista de al lado. Aún así me subí al escenario simbólico y toqué las canciones como si Woodstock ’94 hubiera sido para mí.
Después me chingué unas chelas y una morra fea me dio un par de jaladas de pinga, mientras una banda ponk jarcor hacía la pantomima de tocar, porque esos amplis no se escuchaban ni madres. De regreso a Veracruz, los tres restantes del cuarteto dormían plácidamente, por las chelas o las jaladas de picha que la misma fea grupi les dio a ellos también. Sin embargo, yo no.
Que no pudiera dormir no era extraño, eso se remonta a mi infancia y mi excelsa relación con el catolicismo.
No es que un cura abusara de mí. Desde chiquito me metía a escondidas al revistero de mi madre y le robaba las revistas Interviú, que eran una suerte de Playboy franquista. Mi madre las compraba por las entrevistas, yo las robaba por las chichis. Al poco tiempo, descubrí que mi hermano mayor hacía lo mismo. Entonces estoy seguro que mi experiencia sexual sobrepasaba a la de cualquier cura pederasta. Excepto los legionarios de Cristo. Esos son niveles S&M.
La religión católica no me dejaba dormir porque me quería matar. Tal vez no directamente. Mi nombre por ser de origen germánico, no sale en la Biblia. Pero una vez leí Revelaciones, o como se le conoce en el bajo mundo del pecado y los X-Men, Apocalipsis. Y caí en cuenta de eso: dios me quiere matar, a mí y a todos los míos. No mames, me dije a mí mismo. De por sí está cabrón no morirse con la curiosidad natural que cualquier niño de mi edad tiene, como para que este omnipotente tenga, tarde que temprano, el plan de matarnos.
Y no sólo le bastaba con matarme: también me juzgaría y me mandaría al infierno en caso de que lo mereciera. Y claro que lo merecía. Me arrepentí ligeramente de robar todas esas páginas de las Interviú de mi madre, y de jurar por dios en vano sólo para chingar a mi otro hermano mayor. Y de robarme un lápiz de puntillas de una niña de la primaria porque mi mamá siempre me compraba lápices amarillos aburridos. No me importó que el lápiz robado fuera de florecitas con polipóquet, ni que cuando me descubrió la afectada, juré por dios que mi hermana (que aún no estaba cerca de nacer) me lo había prestado. Pensé en arrepentirme de aquella vez que rompí todos los espejos de mi cuarto. Pero pensándolo bien, fue después de ver una película en la que Pedrito Fernández fue absorbido y asesinado por un espejo, el pobrecito. Entonces mi reacción fue mera prevención.
Pensaba en todos los calzones que vi y de cómo Freud se había equivocado con el periodo de latencia, porque siempre me gustaron las chiches y ese misterio, mami, que traes en los calzones.
Estaba jodido. Nunca me gustó el calor y estaba seguro que mi destino era el infierno. También estaba seguro que el averno no iba a ser tan elegante como el de Sartre. Pasé noches en vela pensando en los jinetes del Apocalipsis, en el monte Sion y en mis nalgas escalfadas por el diablo, tan poquitas que tengo. Y más noches en vela pensando en el culero del dios que nos toco: por un lado nos da ojos y chiches y por el otro lado nos dice que siempre no, que no las veamos pues porque no. No la chingues, pensaba, debería estar prohibido ver cucarachas, no chiches. Pero no, don culey aparte le da alas a las cucarachas en vez de darle alas a las chiches.
La ilustración llegó a mi casa unos cuantos siglos después de que llegó a París, por medio de la Encarta 94; aquella famosa Wikipedia chafa que destruyó el negociazo de las planillas, estampitas o monografías, como le digan en su pueblo. En mi afán por seguir investigando cómo iba a ser mi muerte y/o juicio final, recorrí todas las entradas relacionadas con la muerte y destrucción en la religión católica. Es un chingo. He de aceptar que disfruté el morbo de ciertas historias. Como la de Job, que más bien parecía un show sadomasoquista interactivo. O el incesto que sobreviene la destrucción de Sodoma y el otro pueblo. Hasta que llegué al punto que cambió mi vida: ateísmo.
Nadie me había explicado que todo esto era una opción. Que había mucha gente que creía en otras cosas, algunas mucho más feas que el catolicismo, otras mucho más amenas, y peor aún, ¡otras que no creían en nada! Mi vida ya no estará atada a parámetros preestablecidos inamovibles, pensé. En otras palabras obviamente, porque, no chinguen, tenía 9 añitos. Pensé que por fin iba a poder dormir tranquilo: en tu cara, dios, no tengo que creer en ti. Minutos después me topé con un artículo sobre el PRI y mi insomnio continuó.
No era raro que esa noche no pudiera dormir. El olor corporal que desprenden 4 adolescentes después de una tocada en una ciudá con más humedá que el sobaco de un francés en verano, más el tufo de un padre de familia que se fue de putas mientras nosotros tocábamos, era suficiente razón para tener el ojo pelón y la mente perdida.
Pero la verdadera razón por la que no podía dormir era la profunda tristeza que sentía. Pensé que había cumplido un sueño, el primer paso para ser como esas bandas que viajan en combi, o Kurt Cobain, o punk. Había hecho alguito que siempre había querido y me sentía igual que el día anterior, o el anterior a ese. Fue como descubrir el ateísmo y luego darse que si no te mataba dios, el PRI se esforzaría en hacerlo (me encantan las autoreferecias).
Pasaron días en los que me debatía por qué me sentía así. Contemplé probar la heroína y así tal vez sentirme como mis grandes ídolos, pero está muy cabrón encontrar heroína siendo un niño fresa en Veracruz, que su mamá lo lleva a todas partes en su correspondiente mamá móvil. Además, estoy seguro que no hubiera entendido mi crisis moral, ni mucho menos la solución que planteaba. Necesito un arponazo, mamá, ‘ora, llévame a la Pochota para ver si me siento así bien músico. Obvio no, pena mil, m’jo.
Dejé la música y mi próxima inminente adicción a los derivados del opio por razones ajenas a esto y más propias de la falta de talento. Alguna vez nos invitaron, aún no sé por qué, a tocar en una primaria y dos niños murieron por derrames cerebrales y varios se convulsionaron. Yo expliqué desde el principio que el post-rock noise experimental totonaca no era para todos (nosotros éramos los totonacas, la música no). Nos pagaron mil pesos por tocar y 500 más por dejar de tocar a la mitad del set. Tomamos el pago y el consejo de retirarnos de la música.
No me gusta escribir a mano. Ni en máquina de escribir. Cuando abandoné mis intentos musicales había entendido que lo importante no era el contexto, ni las formas, sino la música, y ahí fue cuando me di cuenta que no era lo suficientemente bueno. Después incursioné en la literatura, y como dije, hice mis intentos de tener el contexto y la forma: sombrerito mamilas, güisqui de mi natal Güisquilucan en exceso como Hunter S. Thompson, una Olivetti y el mote de soyescritorbohemioysufridor. No me gusta escribir a mano. Ni en máquina de escribir. Me gusta mi procesador de texto y contar historias. No hay mucho más.