En sexto de primaria caí en cuenta que no me gustaba, y todo se lo debo a Vaselina, el musical. Desde antes ya había indicios que mi relación conmigo mismo iba a ser una llena de menosprecio, incomodidad y rechazo. En primero de primaria conocí a Fermín, un niño que sin temor a nada, le cortaba la cola a las lagartijas que tanto abundan en el pantano que es Verayork y, aún moviéndose por cuestiones químicas o qué sé yo, se las enseñaba a las niñas, que espantadas y gritando se le iban encima como borrachas a un stripper en despedida de soltera. Era el equivalente a tener carro a los 16 años. A mí me daban pavor las lagartijas, y las cucarachas, y el apocalipsis, y un cuadro de un payaso triste, y los OVNIS, y que mis papás se murieran, y los vegetales, y la señora de blanco, entre otras cosas. Mientras Fermín alegraba las posadas cortando colas de lagartijas, yo me preguntaba ¿por qué no puedo ser como él?
Uno de los momentos más difíciles de mi niñez fue cuando conocí por primera vez a Otro Rodrigo. A mi escasa edad, no sabía que los nombres se repetían, o al menos, el mío no. Fue traumático, porque el Otro Rodrigo usaba zapatos con suela de goma, lo que automáticamente lo hacía mil veces más cool e interesante que yo, con mis zapatos negros normales sin charol. Vislumbraba que mi mundo iba a estar lleno de gente mejor que yo. En una especie de catarsis tercermundista, me dediqué a hacerle hoyos a mi mesabanco hasta que la maestra le tuvo que decir a mi madre que no chingara, que ni los cadáveres del 68 tenían tantos agujeros. Con toda la vergüenza del mundo, mi madre tuvo que ir a la escuela por el mesabanco y por arte del capitalismo mexicano, arreglarlo a un módico precio. Entendí que mi futuro no iba a estar ni en PEMEX ni en Peñoles. Continúa leyendo Me Rompí El Brazo Jugando Fútbol