El incapaz

“Cuatrocientos mil changos no pueden estar en un error”, era el ardid publicitario que vendía, con fondo de orquesta, el mejor antidepresivo en píldora jamás inventado. Las farmacias estaban como taquerías: filas y dobles órdenes. “En la compra de dos combo-homínido, el agua Ciel de seiscientos es gratis”. Las personas se iban con risas histéricas, cuadritos en el abdomen y bronceadas. La FDA había prohibido la prueba de medicamentos en humanos, entonces los changos eran los héroes globales que bailaban para convencernos de la felicidad.

La nación entera se dedicó a hacer yoga y a admirar el vuelo de las mariposas. Las iglesias se vaciaron y los padres católicos aceptaron el sexo premarital como la bendición de una deidad que dejó de existir en la primera toma. El sol nunca más fue tan fuerte, ni el frío tan calador.

Ernesto no cuadró en aquel romance de pincel fino. Los pocos científicos que, por amor al arte, siguieron en su oficio se dedicaron a estudiarlo. “El incapaz”, así fue nombrado por los noticieros: caso único de la persona infeliz en el mundo perfecto. Se descubrió que él contaba con un defecto genético que sólo tenía el punto cero, cero, cero, cero, cero, uno por ciento de la población. Como resultado, era inmune al coctel.

El estatus de celebridad le llegó pronto: de ser una sección curiosa más del noticiero pasó a tener el programa estelar en la televisora.  El sonido de estática era la introducción del show con el mayor rating de la historia. Detrás de un púlpito grisáceo, salía Ernesto con cara complaciente, playera blanca y jeans planchados. Espetaba una o dos frases con la voz entrecortada sobre la hambruna que existía antes de las píldoras, sobre Camus y el árbol que acabó con su vida, sobre alguna búsqueda, la que fuera. La multitud hacía erupción en júbilo y cantos unísonos sin ensayar.

Algunas veces, Ernesto rompía en llanto y otras tantas lograba aguantarlo hasta que sus cachetes se tornaban carmín. Después su cara morena dejó de aparecer en las pantallas nacionales y unos días más tarde, nadie lo recordaba. Los changos siguieron bailando en los comerciales.

(Este cuento fue publicado en la Revista Espora de la Universidad de las Américas Puebla y en el blog del Seminario de Literatura Francisco José Amparán.)

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