No he estado en una situación social en la que chupar un pito sea pertinente. O al menos eso creo. No lo deseo, pero sé que soy ajeno a ciertas costumbres humanas, en especial las sexuales. Tal vez sí he estado en una posición en la que dar sexo oral al hombre fuera lo correcto y no lo he hecho. Saber si soy deudor de sexo oral, a veces, no me deja dormir.
También sospecho que tengo que mejorar mi higiene bucal. El otro día me vino a visitar una chava y por algún motivo me trajo de cenar. Sentí una muela floja. ¿Crees que tenga que mejorar mi higiene bucal?, le pregunté mientras me sacaba la muela enfrente de ella. Penséque se iba a reír, pero no fue así. La pieza aún tenía sangre y pus. Con cara de susto me dijo vehemente que sí. Antes de que la sangre goteara sobre la comida decidí guardarla junto a otras que también me he arrancado.
Séque era una cara de susto porque todas las personas que vienen a verme por primera vez ponen los ojos bien abiertos con la mandíbula colgando. Algunos se tapan la boca por educación. Poco a poco he ido aprendiendo más emociones. Después del susto viene la lástima: encogen las cejas, lloran un poco y me hablan como si fuera un bebé. También conozco el enojo y la tristeza. Mi abuela dice que ella es alegre pero yo la veo triste. Creo que es porque no sédistinguir las lágrimas de felicidad y las de pesar.
De pequeño era normal, o al menos más que ahora. Hasta que Raúl me gritó ¡pinche tonto! cuando dije no saber quién descubrió América. Me sentí muy mal. Fui a mi casa hecho un mar de lágrimas para que mi abuela me explicara qué tenía de malo ignorar eso. Mijo, hay demasiadas cosas en el mundo como para entenderlas todas, respondió: siempre vas a ser tonto para alguien, además eres un niño, ustedes pueden hacer lo que sea y nadie les dice nada.
Entendí lo que mi abuela quiso decirme, pero era mentira. En retrospectiva, estaba más interesada en callarme para seguir guisando que en atender mi preocupación. Era niño y me habían dicho tonto. No quería serlo. Ni para Raúl, ni para mi abuela.
Empecé prestando muchísima atención en la escuela. Cada pedazo de información que enseñaba la maestra me lo aprendía de memoria. Al poco tiempo ya ninguno de mis compañeros me dijo tonto. Me copiaban en los exámenes y me pedían que les hiciera la tarea. En los últimos meses de sexto de primaria noté los primeros cambios de mi cabeza. A esas alturas ya no había nada que me enseñaran en la escuela, todo lo aprendía de una enciclopedia Larousse. Iba en orden alfabético descendiente. Zulu, zorcico, zinc, zen y zapoyol. Mi cabeza creció varios centímetros en diámetro. Mi abuela me explicó que esos cambios eran normales, que estaba entrando en la adolescencia. Si hubiera empezado la enciclopedia en el orden correcto, habría sabido que un crecimiento desproporcionado del cráneo no era un síntoma de esa etapa de la vida.
Nunca me llevaron al doctor de pequeño porque no había dinero, repetió mi abuela más de una vez. Además, si eres tan inteligente, me recalcaba, cómo es que no sabes por qué te está pasando esto. Y sí, soy muy inteligente. Tanto que a mediados de la prepa necesitaba dos mesabancos: uno para mi cuerpo y otro para mi cabeza. Mi espina dorsal no era capaz ya de sostener el peso de mi testa. En esas épocas aprendí a distinguir los gestos de las personas: la pena, el asco, el rechazo y el morbo.
No pude asistir a la universidad porque mi cabeza no cabía en las puertas de los salones. No me importó. Dejé de salir de mi cuarto. Mi abuela me compró una computadora, le parecía gracioso que mi cráneo era cinco veces más grande que el monitor. También me llevaba muchos libros. A ver si aprendes algo de utilidad, me reclamaba. ¿Y qué no lo es?, respondía.
Por cada dato que aprendo, mi cabeza crece uno punto cinco milímetros. Por eso ahorita abarco dos terceras partes de mi cuarto. Lo más difícil de esto es rascarme el occipucio. Últimamente las personas que me ven vomitan y lloran de asco. Supongo que es por mi frente, le crecieron unas bolas bien grandes que tapan mis ojos. Afortunadamente, un par de veces a la semana viene un enfermero a darme un baño de esponja y a veces, con mucho cuidado, me rasca las partes que no alcanzo. Nunca le he propuesto sexo oral.
Mucha gente viene a visitarme. Y me preguntan cosas, como si no creyeran que en verdad sé mucho. Mi abuela les cobra cinco pesos por dejarlos pasar y hacerme tres preguntas. Para tocar mi cabeza les cobra quince. Respondo todo porque soy muy inteligente, aunque mi abuela diga que no. Si lo fueras, me ha dicho, dejarías de aprender para que tu cabeza no siguiera creciendo. No entiendo sus regaños porque la única forma de ser inteligente es saber más de más cosas.
El otro día vinieron mis padres. Había pasado muchos años sin verlos. Desde antes que me creciera la cabeza. Casi no los recordaba. Eran otros humanos más. Asumo que mi abuela les hizo saber mi caso. Estaban preocupados, de eso sí estoy seguro porque me lo dijeron ellos mismos. Mi abuela les hizo saber que me visitó un doctor para diagnosticarme algo que ya sabía: la caída de mis dientes se debe a que mi cráneo no tiene más flexibilidad y que en pocos días va a reventar y adiós, Rodrigo.
No entendí su preocupación. Para entretenerlos, me saqué un diente y les pregunté sobre la higiene bucal. No se rieron. Mi madre lloraba ligeramente. Deseaban verme a los ojos, pero debido a mi frente malforme era imposible encontrarlos. Mi padre me dijo que parara, que ya no hiciera crecer mi cabeza, que ya sabía mucho más que cualquier persona en el mundo. Les respondí con la verdad: mi abuela sigue diciendo que soy un tonto. Y que nunca he dado chupado un pito.